11 de julio de 2013

Casi en el borde del acantilado se encontraba de pie la joven. El viento le acariciaba la cara y ululaba en sus orejas. Su larga melena dorada refulgía con los últimos rayos de sol, mostrando por completo su esplendor volando libre hacia detrás. El olor de la sal impregnado en el aire le llenaba los pulmones y en el iris de sus ojos oscuros como el carbón quedaba el reflejo del sol, escondiéndose y acomodándose lentamente tras el horizonte. Un cambio de dirección de la brisa le golpeó la espalda, y unas hojas verdes volaron alrededor de ella, atrapadas por la corriente marina. Giró el cuerpo grácilmente, apoyándose casi con la punta de los dedos, acariciando el musgo verde que crecía entre las piedras y bajo la sombra del árbol. Dio dos zancadas largas, para acabar reposando sus manos en el tronco agrietado del viejo nogal. Asomó la vista por un lateral de, buscando cualquier rastro cerca de allí. Nada.

La enorme llanura estaba repleta de una hierba alta y amarilleada, tan alta que le cubría hasta la cintura. Unos grandes riscos de piedra blanca sobresalían en algunos puntos, separados y sin ningún tipo de disposición. Alargó el cuello y se alzó de nuevo sobre los dedos de sus pies, intentando vislumbrar más allá. A lo lejos solo pudo distinguir los diminutos árboles que conformaban el bosque por el que había llegado hasta allí. Se relajó y con la mirada agachada soltó un largo suspiro. Se volvió de nuevo hacia el gran azul.

Al apartarse del cobijo del gran árbol el aire la volvió a recoger entre sus lazos. La brisa se colaba entre la piel y el largo vestido blanco. La falda se levantó, dejando a la vista las cicatrices rosadas que recorrían la suave piel de sus piernas. Cerró los ojos y respiró profundamente. El sonido de las olas golpeando con furia el bajo del abismo despertó su curiosidad. Se tumbó por completo sobre la fría piedra y se agarró a la punta del risco. Al sacar la cabeza por el vacío una corriente de aire le golpeó la cara. No se retiró ni un solo milímetro. De sus ojos brotaron unas lágrimas que cayeron sin contemplación para juntarse con el agua del gran azul. Se quedó un rato allí, mirando como la espuma aparecía sobre las rocas bajas para volver a juntarse en poco tiempo cuando otra ola volvía a por ella.

Se colocó boca arriba y dejó que su melena cayera sobre el vacío. Siempre había deseado tener el pelo largo. Y a medida que le crecía descubrió que generó una manía, una costumbre. Y es que, cuando se ponía a pensar, entrelazaba un mechón con su mano derecha y no paraba hasta que se le enredaba por completo. Ahora mismo estaba jugueteando con su pelo. Cerró los ojos. Su pecho empezó a subir y bajar rápidamente; soltaba con avidez el aire por la nariz y se estaba haciendo daño al tirarse del pelo. Apretaba con fuerza la mandíbula y sus dientes empezaban a rechinar. Quería gritar.

Un cosquilleo la sorprendió y paró en seco. Estaba completamente quieta, con los ojos abiertos de par en par. Tratando de incorporarse poco a poco miró por encima de su pecho, en dirección a sus pies desnudos. Allí, sobre el dedo gordo, había un pequeño insecto colorido. No sin más, con toda la curiosidad, y sin moverse apenas, le acercó el dedo índice de la mano. Al principio, el bichito se mostró recio a subir, tanteando con sus pequeñas patas negras, pero una vez había realizado las mismas comprobaciones con sus antenas subió sin miedo alguno.

La joven se lo acercó a los ojos. Era de un color ambarino, con pequeñas manchas marrones. Se había quedado quieto, estático sobre su uña, como buscando algún punto de referencia. Era gracioso ver aquella pequeña forma de vida, insignificante comparada con la suya, cuya única responsabilidad no es otra que sobrevivir.

Tenía enfocado al pequeño animalito y al levantar la mirada se sorprendió verse rodeada por más insectos como él. Volaban alrededor de su mano, silenciosos, expectantes. Poco a poco, el bichito de su dedo abrió de par en par sus alas posteriores, para unirse a los suyos. Trazaron líneas sin sentido, cruzándose una y otra vez, para después, partir hacia el mar.

Eran libres.

El sol acabó por desaparecer. La poca luz que restaba ahora la producían la luna y los astros alrededor de ella. Levantó la vista. Allí arriba todo era precioso, se podía perder entre el basto mar de estrellas. Podía ver las corrientes de energía que se dibujaban entre ellas, como mostraban a las personas allí abajo sus dibujos más hermosos y bellos. Estaba embelesada con las estrellas. Habían sido su única compañía durante mucho tiempo. Sin darse cuenta, se había ido moviendo hasta colocarse justo en el borde del acantilado. Miró hacia la oscuridad que se mostraba bajo sus pies.

Estaba agotada, cansada. No quería pasar otra vez por lo mismo. Una lágrima dibujo una fina línea por su mejilla. Una nueva ráfaga de viento le golpeó por detrás, moviendo su pelo suelto entre sus mejillas. Esta vez el aire era distinto. Lo notó cálido, reconfortante, como un abrazo. Le transmitió ternura, cariño.

Miró una vez más hacia arriba. Su rostro mostraba una paz y tranquilidad que no había sentido en la vida. Y así, con los ojos anegados en lágrimas y una sonrisa en el rostro, saltó.

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